Mi mujer. Sí, ella. O, mejor dicho, mi novia.
Hace ya unos cuantos años, cuando éramos esos típicos adolescentes que no le tienen miedo a nada, inocentes, intocables y despreocupados (por desconocimiento de lo que se nos podía venir encima... bueno, sí, solo una preocupación, comportarte moderadamente bien al menos de jueves en adelante, para que tus padres tuviesen a bien entregarte la merecidísima paga semanal), el destino, el karma, los planetas y todo lo alineable, tuvieron que cortocircuitarse para que una adolescente como ella se fijase en "un pieza" como yo...
Bendita la hora.
Aquello cambió mi vida. Yo estaba predestinado a peón de obra (con suerte) en busca de un salario rápido, sin tener que esperar varios años a tener estudios, ¿para qué? si amigos míos ya estaban ganando lo que yo esperaba ganar en 8-9 años una vez terminase la carrera... y qué curioso el destino, ahora mis amigos y yo ganamos la mitad de lo que soñábamos. Albañiles buscando trabajo, médicos en bolsas interminables y abogados arrimando material en la obra. Digamos que curioso no es el adjetivo que deberíamos ponerle al destino, a mí me gusta más "caprichoso".
Pero bueno, que me voy por las ramas.
Ella hizo que continuase con mis estudios, su poder de convicción y el verla a diario en el instituto fueron suficientes. Terminé Bachiller (ojo, la asignatura que menos me gustaba era Lengua y Literatura) y comencé un grado superior en administración, y ahí fue donde descubrí (tarde) que no hay mejor herramienta de estudio que leer sobre lo que te gusta. Ni técnicas de memorización ni trucos: estudia lo que te apasione.
Desde siempre, yo había leído mucho. Mi padre, que subía cada noche las escaleras detrás de mí con un libro en la mano, me descubrió tan maravillosa afición. Nos acostábamos al mismo tiempo y ambos encendíamos el aplique de la mesilla a la vez. Él, libros que yo no podía coger con una mano. Yo, la colección de clásicos que venían de suplemento con el periódico el País; y así se lo transmití a ella, poniéndole al mismo tiempo muy fácil aquello de buscarme regalo para los cumpleaños (por ejemplo, Los pilares de la tierra).
Qué bueno es Ken Follet. Con el libro en la mano, pensé <<Ya tiene que ser bueno para entretenerme durante tanta página>>. Lo es.
Otro regalo, en este caso de comunión, fue el que me enganchó a la lectura, y no quería terminar este post sin mencionarlo. De eso hace ya 26 años y la verdad es que no recuerdo quién me lo regaló. No sé si fue por puro azar o siguiendo alguna recomendación, pero le estaré eternamente agradecido. Una edición muy bonita del primer libro, por aquel entonces, escrito en dos colores. Quizá alguno ya sepáis de qué libro se trata: sí, uno que también tuvo en sus manos Bastian Baltasar Bax: La historia interminable, de Michael Ende.
Como veis, rodeado de libros e historias y ante la falta de recursos para regalarle a mi novia un viaje a París, por ejemplo, pensé <<¿Porqué no le escribo una carta?>>. Sí, lo sé, de original tiene poco, pero tampoco era algo que se viese todos los días.
No le gustó. Le encantó. Tanto, que casi me obliga a escribirle una cada cierto tiempo, como si de un editor se tratase.
Le escribí varias (todavía conserva la mayoría), hasta que un día me dijo: <<Tienes que escribir un libro. Tú vales para esto>>. Algo que a mí en aquel momento me parecía inviable, por tiempo (y no tenía nada que hacer), por dificultad (ahí sí), por falta de ideas (ahora me sobran) y por miedo a que a nadie le gustase (eso nunca desaparece). Le dije que sí, pero conseguí eludir aquella titánica tarea durante 17 años.
Si utilizásemos el símil de la maternidad, diríamos que mi reloj biológico saltó durante el confinamiento provocado por el COVID. Horas encerrado entre cuatro paredes, esquivando objetos voladores en forma de coches y peluches que iban directos a mi cabeza, lanzados con toda la inocente malicia del mundo por una niña de 1 año, debieron de activar esa tarea que tenía pendiente durante tanto tiempo y que ahora no veía tan difícil.
Se lo recordé a ella, y no se le había olvidado. Me animó a hacerlo y durante semanas sufrió mis ideas, desechó algunas barbaridades y aplaudió maravillas, llegando a forjar una historia que, siendo tan buena, temí no saber escribirla... hasta que un día dije: <<Estoy listo. Puedo y debo hacerlo>>.
PD: Leed siempre.
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